Me llamo
Ceferino Cañibano
Nací el 27 de noviembre del 1931 en Pozuelo de la Orden,
Valladolid.
Cuando estalló la guerra en 1936, yo tenía cinco
años. Mi padre, Florentino, tenía la única cantina del pueblo. Allí normalmente
iba la gente a tomar café, jugar a las cartas, y los días festivos hacían
baile. Pero en cuanto comenzó el conflicto, fue corriendo a comprar una radio
para que toda la gente del pueblo estuviera al corriente de lo que pasaba en el
frente, teniendo así que vender 25 cepas de uva.
El alcalde del pueblo, que era falangista, es
decir, que apoyaba a Franco, iba todos los días al bar de mi padre a escuchar
lo que decían en la radio. Pero era curioso porque solamente dejaban tenerla
puesta cuando estaban él y sus compañeros políticos. En cuanto ellos
abandonaban el bar, el alcalde nos quitaba el enchufe y la clavija de la radio
porque no les convenía que el pueblo estuviera informado.
Esto lo recuerdo muy
bien ya que mi madre siempre le echaba la bronca a mi padre y le decía que
nadie tenía derecho a manipularle en su propio establecimiento. Muchos días nos
reuníamos toda la familia y mi tío Juan para escuchar la radio a escondidas, y
siempre me echaban la bronca porque yo la ponía muy alta y me decían que así
nos podían pillar.
Otra de las cosas que más recuerdo era salir a la
calle donde se situaba mi casa y ver siempre a un vagabundo pidiendo. Un día,
como al régimen franquista no les interesaba que se vieran las miserias de
España mientras ellos estuvieran en el poder, encerraron al hombre en una
pequeña habitación. Mis amigos y yo siempre que pasábamos al lado de esa
habitación nos picaba la curiosidad y nos asomábamos a la ventana y muchos días
cogíamos trozos de pan y se los dábamos entre las rejas para que por lo menos
tuviera algo de comida para poder sobrevivir, y también nos quedábamos hablando
con él para que los días se le hicieran más amenos.
El bando contrario a los seguidores de Franco eran
denominados republicanos. Los requetés iban a buscarlos uno por uno a sus
respectivas casas, los montaban en camiones y allí les decían que si querían
salvarse que se tiraran del camión, y antes de que ellos se tiraran les pegaban
un tiro. A los restantes les ponían en fila frente a una pared y los fusilaban.
Cuando cumplí siete años, recuerdo que mi padre y
yo nos tuvimos que afiliar a los falangistas para poder sobrevivir, y aunque
estuviéramos totalmente en contra de su ideología y su forma de pensar,
teníamos que hacerlo por salvarnos a nosotros y a nuestra familia.
Salíamos de los pueblos con fusiles ya que íbamos a
hacer la instrucción (preparación militar en caso de que nos tuviéramos que
unir a la guerra en el frente) a un teso situado en Valladolid. Hacían
simulacros de guerra, les enseñaban a marcar el paso; fusil en mano pero sin
munición.
Muy de vez en cuando se oían sobrevolar aviones
(cazas) y toda la gente acongojada se escondía en sus casas.
En un pueblo al lado de Pozuelo, Tordehumos, había
un tendero que fiaba a los falangistas los artículos de su tienda, y éstos como
se acostumbraron a arreglarlo todo a punta de fusil, cuando vieron que la
cuenta de lo fiado era muy extensa, decidieron matarle para no deberle nada.
En la postguerra, otro tendero trashumante, en el
toldo de su carromato discurrió este letrero:
‘’Dios desde el cielo me dice,
que he perdido la memoria,
que no dé fiado a nadie,
si quiero ganar la gloria.’’
Como el país quedó muy dañado económicamente,
porque se había gastado mucho dinero en armamento, la supervivencia era
complicada para la mayoría de la gente excepto para los caciques o
terratenientes. Una mayoría de la gente eran jornaleros y otra gran mayoría
solo podían subsistir de lo que les daban la buena gente del pueblo, llegando
muchos de ellos a volverse locos por la desesperación de su situación.
El gobierno de aquel entonces decidió repartir
cartillas de racionamiento (con un máximo de alimentos al mes) ante la escasez
de comida. Nadie podía consumir más de lo permitido. Entre la gente hacían cambalache o
trueque; el que tenía gallinas le cambiaba los huevos de sus gallinas ponedoras
a su vecina que tenía una vaca y daba leche.
El peor año, sin duda, fue el 46, ya que se juntó
la escasez de alimentos con la escasez de lluvias, entonces no pudieron ni
recoger ni trigo, ni cebada, ni ningún cereal.
Mi mujer añadió que, un día su familia y ella
estaban en el corral y oyeron ruidos en la cocina, y cuando fueron se
encontraron a un vecino del pueblo que conocían, se llamaba Andrés, que les
había robado pan del cajón de la mesa de la cocina para así no pasar
hambre. Se lo había
escondido en la capa. Le dijeron que se lo devolviera pero él negó tenerlo y se
fue. Mi suegro fue
detrás de él y le pilló comiéndoselo en la esquina de la calle de al lado.
Debido a la falta de alimentos y la necesidad que
había de alimentarse, mi madre y yo fuimos al campo, a un legumbral y cogimos
guisantes maduros para comer. Nos pilló el dueño y nos llevó a casa del juez de
paz, que nos quitó lo sustraído y nos echó una bronca. Años más tarde, cuando
conocí a mi mujer, me di cuenta de que el juez era familiar suyo.
Estas dos anécdotas reflejan la hambruna que había
en esa época.
MARÍA
CARRASCOSA 4ºC
Pozuelo
de la Orden, 1961
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Zaragoza,
2016
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